La creatividad es una potencia que tenemos todos. A menudo la expresamos a través del término “idea”. Las ideas aparecen sobre todo cuando divagamos por el mundo físico o virtual: caminando, en la ducha, en viajes en tren o en avión, en tiempos muertos, navegando por internet, en conversaciones entre amigos o compañeros, durante lapsos de tiempo en que no estamos concentrados en nada y por eso mismo puede aparecer el todo. La idea se nos aparece en forma de “visión”, de totalidad, de intuición inconcreta, de abstracción; pero su aparición se puede provocar mediante concreciones: estímulos, fuentes, lecturas. Todas las ideas son remezclas de ideas previas. Lo nuevo es la fórmula: los ingredientes ya existían. Pero hay que conocerlos, y hay que saber qué fórmulas ya existen, para que la nuestra sea realmente nueva. No hay mejor modo de educar la creatividad, entonces, que estudiar la tradición y el presente, con el radar activado para detectar zonas en que la innovación es posible.
Una vez, gracias al caótico proceso creativo, hemos llegado a la idea o ”visio”, como decían los antiguos, empieza el proceso creador, la transformación de la potencia en acto, a través de la “missio”, la “misión”, que por naturaleza vocación de orden. Formalización. Todos somos más o menos creativos, lo realmente difícil es ser también creadores. Para ello es necesario el dominio de una técnica, de una artesanía. O de varias. Y, en el caso de que no las dominemos, el proceso creador implica la búsqueda de colaboradores. Tanto en la visión como en la misión sigue estando presente la sombra del mito romántico del genio individual. Pero en realidad las ideas son redes y los procesos creativos y creadores también tienen forma de red. Steve Jobs, Ferran Adrià o Quentin Tarantino, por citar tres creadores muy distintos, son sobre todo coordinadores con mucha intuición y mucha formación de equipos, de redes, visionarias y misioneras, creativas y creadoras.
