A lo que un escritor debe dedicar la mayoría de su tiempo es a leer y a escribir. Sólo mediante la lectura sistemática y la escritura persistente un escritor puede llegar a encontrar su voz, a perfilar su mundo, a publicar textos de cierta relevancia. Lo que no está tan claro es que esa lectura y esa escritura deban ser exclusivamente literarias. En el siglo XXI escritura y literatura son conceptos complementarios pero no siempre convergentes. Se ha acentuado una tendencia que ya era muy importante durante el siglo pasado: la formación de la mirada y de la técnica del escritor no pasa sólo por la lectura de libros y por la escritura de poemas o cuentos, sino que también moldea su propia escuela en el cine, la radio, la pintura o el cómic. Por poner ejemplos exclusivamente argentinos: Julio Cortázar encontró en el jazz el modelo de su prosa y en el collage la fórmula para algunos de sus libros más importantes; para Manuel Puig fue la radionovela la fuente principal de inspiración; y Ricardo Piglia templó su gusto y su método de lectura tanto en la cinemateca como en la biblioteca. Lo que para ellos eran lenguajes más o menos recientes, para nosotros ya son auténticas tradiciones. Tanto nuestros padres como nuestros abuelos aprendieron códigos de seducción y sentimentales en el cine. Llevamos sesenta años con televisores en casa. Los medios de reproducción gráfica y audiovisual han metido en nuestros comedores el Museo del Prado y el MOMA. Es imposible para una persona de hoy un pensamiento exclusivamente literario. Un escritor debe actuar en consecuencia.
Para ello no sólo debe interesarse por todo lo que le rodea (eso era justamente lo que Susan Sontag entendía por escritor) como lector, sino también como productor de discurso. Si uno rastrea la historia de la literatura, difícilmente encuentra autores que sólo escribieron libros literarios. La gran mayoría de los grandes autores o bien contaron con la protección económica de mecenas o bien se dedicaron al periodismo, la docencia u otra clase de trabajos. El gran poeta catalán J. V. Foix, sin ir más lejos, era pastelero. Pero también abundan los casos de escritores que se ganaron un sueldo gracias, precisamente, a formas modernas de trabajar con el lenguaje, como el guión cinematográfico (William Faulkner), el guión televisivo (Emmanuel Carrère) o la publicidad (de Gabriel García Márquez a Fogwill). No es por tanto descabellado imaginar que los escritores de ese futuro cercano que tantas veces es presente se ganen la vida escribiendo para páginas web, blogs, videojuegos, redes sociales o proyectos transmedia.
Durante el siglo pasado todavía funcionó en el mundo cultural una clara división de labores. En los medios de comunicación o en las estructuras editoriales estaba muy bien definido en rol de cada empleado. En nuestra época de nuevas crisis y multiplicación de pantallas, en cambio, se impone la figura que Eloy Fernández Porta ha llamado “homo sampler”. Todos escribimos, todos hacemos fotografías y vídeos, todos dominamos programas de edición y de remix. Somos millones los productores de discurso. La competencia es feroz. Tenemos que gestionar nuestra imagen, nuestra proyección, además de ser cada día mejores lectores y mejores escritores. Tenemos incluso que encontrar estrategias propias para conseguir una comunidad de lectores. En Facebook o en Twitter no sólo escribimos, también nos autoeditamos o gestionamos una agenda: nadie puede hacerlo por nosotros. Cuanto mejor entendamos cómo funciona el mundo editorial y el mediático; cuando mejor entendamos los mecanismos del mundo cultural e informativo; cuanto mejor sepamos utilizar las herramientas tecnológicas, mejor podremos situarnos en ese nuevo contexto. Y más tiempo podremos encontrar para leer y para escribir, que es lo que define nuestra vocación (nuestro deseado lugar en el mundo).
