04 Europa

07.05.2014

Unida en la diversidad

Alejandro Saiz Arnaiz

Evitar una nueva guerra que devastara Europa, ese era el propósito último de los líderes europeos que concibieron la integración supranacional después de dos conflictos mundiales. Cuarenta millones de muertos en un “continente salvaje” daban suficientes argumentos a quienes no concebían el futuro europeo en paz sin una renuncia parcial de soberanía de los Estados. Unir personas, no solo Estados: ese era su proyecto para Europa.

Mercado único, ciudadanía, unión económica y monetaria, cooperación en sectores “sensibles” (justicia, interior, defensa, exteriores). Todo parecía avanzar en la dirección imaginada por algunos visionarios hace más de sesenta años hasta que en muy poco tiempo se sucedieron el fracaso del proyecto de Tratado Constitucional y la crisis económica y financiera de los últimos años. Ambos hechos han alentado en algunos sectores las críticas al proyecto de integración y han reabierto heridas que algunos, quizá con una elevada dosis de ingenuidad, considerábamos definitivamente cerradas. Arrecian las críticas contra la burocracia de la Comisión, se pone en cuestión el principio de solidaridad, se recuperan estereotipos inaceptables para caracterizar a los países del sur y del norte, se cuestionan las libertades fundamentales -auténtico pilar de la Unión-, se señala y rechaza al diferente, ya sea un inmigrante subsahariano, un turco o incluso un gitano ciudadano europeo, se consideran inaceptables los costes de funcionamiento del Parlamento Europeo…

Todos estos datos pueden provocar la sensación de que el proyecto europeo está malherido, de que es posible la vuelta atrás o, en el mejor de los casos, de que puede sustituirse la integración supranacional política y económica por un gran espacio de libre comercio. Sin embargo, aunque no puede negarse la evidencia, no parece tampoco acertado extraer conclusiones apresuradas del presente momento de euroescepticismo. Los derechos que dotan de contenido a la ciudadanía europea, la moneda única, la libre circulación, la existencia de una comunidad de Derecho fundada en valores democráticos, entre otros muchos frutos de la Unión, dan sentido a un proyecto que sigue teniendo plena vigencia. Más de tres millones de jóvenes universitarios europeos han disfrutado desde 1987 del programa Erasmus, que sería inconcebible fuera del marco comunitario en el que fue diseñado. Bastaría con preguntarles a ellos sobre el significado de la integración europea para entender hasta qué punto se trata de una idea hondamente enraizada en nuestros países.

“Unida en la diversidad”, esa era la divisa de la Unión Europea que proponía el artículo I-8 del malogrado Tratado Constitucional. Su rechazo no ha impedido que el vigente Tratado de la Unión Europea se defina a sí mismo como “una nueva etapa del proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” (artículo 1). Nunca antes, en los veinticinco siglos de historia del continente, los Estados europeos han compartido libremente soberanía para el logro de objetivos comunes en beneficio de sus ciudadanos; nunca antes como ahora, la diversidad de todo tipo que enriquece a Europa ha dispuesto de mejor garantía.

Alejandro Saiz Arnaiz

Alejandro Saiz Arnaiz

Catedrático de Derecho Constitucional Europeo, UPF-IDEC

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