13 Educación y Cultura

27.03.2018

Vivir una obra de arte

Gonzalo de Lucas

A principios de este año, se recogía la noticia de un estudio publicado por el Observatorio Social de la Caixa sobre la relación entre la percepción del bienestar y las actividades culturales –ir a exposiciones, al teatro o al cine-, en el que se muestra «la dimensión coparticipativa (social) de la cultura y su impacto en la felicidad». Otros estudios recientes, en el Reino Unido (Wheatley y Bickerton) o un informe del World Database of Happiness, coinciden con esta valoración.

En Poéticas del cine, el cineasta Raúl Ruiz escribe que «vivir una obra de arte no consiste sólo en estar fascinado por ella, en enamorarse de ella, sino también en comprender el proceso del enamorarse. Para eso necesitamos la libertad de alejarnos del ser amado, cosa de volver mejor a él, libremente. El encuentro amoroso con una obra de arte es una práctica erótica que se resume en esta fórmula: amar te hace inteligente –lo que contradice aquélla según la cual el amor aturde como un bastonazo en la cabeza».

Esta asociación entre emoción y comprensión me parece relevante para poner en valor que la contemplación artística, para el espectador, no es una mera actividad de ocio o distracción –una evasión para no pensar en la problemas diarios, como suele decirse-, sino un proceso de reflexión durante el cual podemos llegar a conocernos y pensar mejor.

De hecho, ante una película, un libro o una pintura, podemos vivir una experiencia de liberación del campo imaginativo –muy presente en la infancia, y que después tiende a soterrarse-, en forma de relación o correspondencia, la asociación poética que ensancha el mundo que percibimos (el mismo principio por el cual, de niños, se adivinan figuras en las nubes, o en un trozo de yerba se construye una selva). Después de todo, una obra de arte ofrece la posibilidad de un mundo estético y convierte al espectador en partícipe del acto artístico: es una conexión mental y sensorial con ese mundo, en el que también se desarrolla nuestra capacidad para interpretar –casi en un sentido musical- y pensar en aquello vemos desde la emoción.

Otro cineasta y escritor, el canadiense Bruce Elder, escribe sobre la necesidad de que «el arte se vuelva físico: que reconozcamos que las obras de arte son máquinas cuyo objetivo es afectar a los cuerpos de aquellos a quienes van dirigidas. (…) Debemos hacer hincapié en el papel del cuerpo a la hora de hacer y de experimentar el arte. El cuerpo aprende primero a través de la actividad, no de los conceptos».

Estas ideas inciden en que la experiencia del espectador pasa por la mente, pero también por el cuerpo, y que la relación entre ambas genera un mayor conocimiento. Quizás sea una idea importante para plantear el lugar el espectador ante el objeto artístico, no como un consumidor, sino a partir de aquello que siente mediante una apertura y predisposición en el acto de observación o lectura. Más que distraernos, nos podemos conectar, profundizar y atesorar experiencia. Se produce entonces un encuentro («el cine es la predisposición para un encuentro», dice Jean-Luc Godard), que enriquece nuestra capacidad de empatía, comprensión o sensibilización respecto a lo que nos rodea o hacia lo que no conocemos y es diferente: otros contextos culturales –geográficos, sociales, políticos, históricos-, otras realidades y mentalidades. Una película, por ejemplo, sin necesidad de viajar físicamente, nos ofrece datos sensibles de otras culturas o países, o de otras épocas. ¿Podemos considerar que esto es una acción real, una experiencia que nos regala una información cualitativa sobre otros modos de ver y pensar?

Por otra parte, en este proceso nuestra mente también aviva el potencial imaginativo y creativo que, muchas veces, dejamos de lado en nuestras actividades. Pensemos en el modo en que, sin darnos cuenta, determinas películas o libros nos traen recuerdos, es decir, nos llevan a completar la obra, desde la subjetividad, a partir de la memoria que llevamos inscrita en la mente y el cuerpo. Pensemos, por ejemplo, en Verano 1993 de Carla Simón. Se trata de una película que nos cuenta una historia en el sentido íntimo en que uno dice: “he vivido una historia” o “esa relación es historia”. Cuando era una niña, los padres de la directora fallecieron a causa del sida. Tras la muerte de la madre, ella fue a pasar un verano con sus tíos, en un pueblo. De aquel verano Carla conserva unas cuantas fotografías, que más de veinte años después ha recreado y convertido en escenas de su película (es extraordinario el potencial que puede tener un álbum familiar, el modo en que llevamos ciertas imágenes en nuestra cabeza). En  Verano 1993, a través de planos llenos de detalles particulares y precisos –un juego, una canción- se activan en el espectador recuerdos profundos de infancia, que posiblemente hacía mucho que no le venían a la cabeza. Y así, a través del montaje se consigue que el espectador proyecte en su mente, inconscientemente, sus películas –o vidas- interiores, su memoria, en paralelo a la que transcurre en la pantalla. Desde ese instante, Verano 1993 se hace popular, compartida, vivida, pese a que gran parte de los espectadores no habrá vivido unos hechos dramáticos similares a lo que se cuentan. Sin embargo, la conexión es profunda, porque nos reencontramos con aquellas verdades no verbalizadas que calan por dentro, con la certeza de que la inteligencia perceptiva del niño sabe o entiende cosas que de adulto cuesta reconocer. En ese proceso, nos reencontramos con esa raíz originaria, ese niño que fuimos y acaso seamos, con su sensibilidad y modos de ver y sentir. Una obra de arte nos hace intuir las muchas vidas –también las imaginarias y potenciales- que llevamos dentro, que somos múltiples, y las conexiones entre esas capas temporales que nos conforman: ese encuentro nos emociona, sorprende y hace felices. Nos pone en el lugar del otro –la empatía-: entender mejor a esa niña. Nos pone en los lugares más íntimos y profundos de nuestra manera de ser: conocernos mejor. Nos reconforta y abre posibilidades de mejora, cambio, transformación. Después de todo, tal como escribió Elias Canetti, la función del poeta no es otra que «el custodio de las metamorfosis».

Gonzalo de Lucas

Gonzalo de Lucas

Director del postgrado en Montaje Audiovisual

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. * Campos obligatorios


Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>

* Campos obligatorios