13 Educación y Cultura

27.03.2018

De lo útil a lo valioso. Notas para la indefinición del binomio cultura/educación

Manel Jiménez

Sólo en el caso en que educación y cultura fuesen dos términos disociables, disonantes e indisolubles, se podría hablar de esa especie de espacio en que el conocimiento transita como en una escalera de Escher. Ajeno a sus intersecciones, el saber no ocuparía (un) lugar, sino dos, y deambularía desmañado de un lado para otro sin hallar confluencia ni escenario de cooperación. Es sobre esa tarima, en esa arena de colaboración de saberes, donde fecundan las ideas, los talentos y las cosas. Sin opción para su choque, el conocimiento sería, sencillamente, una voz desconocida.

No hay resquicio para el recelo cuando se habla de este binomio emplomado bajo la convención de una exigencia mutua. Educación y cultura… Tal vez pasaría uno de los dos términos como hiperónimo del otro, si se supiese, en el fondo, cuál comprende a cuál. Pero la Era de la Desinformación, con el perdón de Castells, parece haber marcado, a ratos, una distancia entre ellos, aunque sea falaz y esperemos que fugaz. En la clasificación aristotélica de saberes, la actividad teórica se propuso como la mejor de las vidas posibles frente a las ciencias productivas y los conocimientos prácticos, que satisfacían las necesidades primarias y el ejercicio democrático de la libertad, respectivamente.

En la peor de las vidas posibles que ocasionalmente pensamos estar habitando, hemos creado sistemas educativos que no necesariamente albergan sistemas culturales, sino que transaccionan con el saber y lo someten al imperativo de la profesión. Sin duda, las instituciones educativas no deberían ser circuitos aislados de la sociedad, la cultura o la historia. Pero la realidad es que a menudo nos asomamos a los lugares del conocimiento esperando, de ellos, que sean, sobre todo, divulgadores de lo útil. Y lo útil es, sencillamente, aquello que habilita los conocimientos productivos y prácticos para desarrollarse profesionalmente, poca cosa más. Esa visión del saber como una materia inmediatamente aplicable -porque de algo hay que vivir- se da, no obstante, de bruces con el nuevo paisaje que ha ido modelando no sólo la educación en estos últimos años, sino también la propia industria. Por eso se reclama aquí más que nunca la cultura, con todas sus ramificaciones e incluso indefiniciones; porque completa lo útil y, especialmente, porque lo distingue y lo hace valioso. Son dos, pues, sus bondades:

(1) La cultura, aunque a menudo fuera de programa, complementa los aprendizajes del sistema educativo y los capitaliza. A principios de los años 60, el cineasta Roberto Rossellini decide dejar el cine para explorar las posibilidades didácticas de la televisión y crear, en consecuencia, una enciclopedia visual para el aprendizaje. Ese gesto denodado por utilizar los medios de comunicación con el fin de incidir en la formación desde la creación cultural es, en el fondo, parecido a muchos otros guiños que la tecnología nos ofrece hoy en día. De hecho, que la educación está en proceso de implosión suena ya a obviedad. En esa rotura de sus propias cavidades, la circulación del conocimiento a través de la cyber esfera pública atesora parte de la responsabilidad, porque, a pesar de la desinformación a la que aludíamos anteriormente y de las fórmulas imperfectas del adquisición de datos, internet despliega un cierto sentido de democratización en el acceso al saber. Los videotutoriales, los MOOCs, los blogs, las wikis… El horizonte del aprendizaje se ensancha, el cielo sube. Luego la competencia por ese conocimiento útil se hace mayor y ahí es donde el cultivo de otros saberes deviene imprescindible por su aporte extraordinario.

(2) La cultura, aunque a menudo de manera inconsciente, se convierte en signo de genuinidad. En Notas para la definición de la cultura, T.S. Eliot se pregunta si realmente a través de la educación se puede transmitir la cultura a la sociedad e infiere, en cierta medida, que la educación –asimismo objeto de imprecisiones- no es más que una herramienta al servicio del acto cultural. Pero también la cultura puede estar al servicio de la educación en este sistema en que han avanzado por travesías paralelas y donde se ha entendido la educación como conocimiento programático diseñado para lo útil. La confianza en la cultura como instrumento para el aprendizaje adquiere no un beneficio suplementario, porque no sólo complementa el saber, sino que, además, le confiere un aura distinta, un elemento diferencial. Y aquí es donde se halla su segunda virtud: en el espacio de la educación, donde los programas adolecen de la rigidez señalada, la cultura añade un beneficio adicional de enorme interés. Aporta matiz, color y profundidad a un paisaje monocromo y predecible. Si el valor agregado del profesional del siglo XXI pasa por la singularidad del conocimiento ante tanta competencia formativa, la formación cultural resulta, sin ningún lugar a dudas, su gran proveedor.

A propósito de la formación en las artes visuales, afirmaba el académico Alain Bergala en una entrevista para Educateur (núm. 10) que cualquier pedagogía tiene como deber ralentizar las imágenes y el tiempo”. En efecto, la educación busca inequívocamente posarse y permanecer en el imaginario de aquel que adquiere el conocimiento. Como también lo hace la cultura para interactuar con lo que aprendemos y, en cierta medida, sublimarlo. En ese instante de desaceleración de las imágenes y los tiempos en el que se produce esa aleación entre cultura y educación, eclosionan los talentos, emergen las diferencias y se subraya el abismo entre lo útil y lo verdaderamente valioso. Porque, al final de la formación, ya en la industria, no espera sólo lo útil, lo práctico o lo aplicable, sino, sobre todo, excelente.

Manel Jiménez

Manel Jiménez

Profesor de Comunicación

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