15 Transformación educativa

11.03.2019

Quo Vadis, Emile?

Javier Aparicio Maydeu

¿Adónde vas, Emilio? ¿Adónde vamos quienes tenemos que saber adónde vas? Rousseau reflexionó en Emilio o de la educación acerca del mejor modo de formar al ciudadano. Antes lo habían hecho Aristóteles en su Ética a Nicómaco o el Infante Don Juan Manuel en El conde Lucanor y sus exempla. Después lo han hecho incontables pensadores, y entre ellos Kant en su Pedagogía, Bertrand Russell en Sobre educación, George Steiner en su Elogio de la transmisión, Zygmunt Bauman en La cultura en el mundo de la modernidad líquida, Vargas Llosa en Elogio de la educación, Noam Chomsky en La (des)educación o Martha Nussbaum en Not for Profit: Why Democracy Needs the Humanities.

La educación del ciudadano es una obligación del Estado, que con demasiada frecuencia la cita pero la impide.  Y es a la vez una necesidad del propio ciudadano, que con frecuencia no la asume. Todos la predican, menos la practican. Las leyes educativas, las estrategias pedagógicas y los métodos de enseñanza cambian con una celeridad sin duda muy superior a la necesaria para que se asienten. Y al peligro de banalizar la educación se le suman el peligro de empeorarla y el de disfrazarla. En cuenta hay que tener la confusión conceptual para acabar de hacerse una idea de hasta qué punto es pantanoso el terreno que se pisa.

De acuerdo con la Real Academia de la Lengua, ‘educar’ es ‘dirigir, encaminar, doctrinar’, y ‘desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales’, ‘formar’ es ‘preparar intelectual, moral o profesionalmente a una persona’, e ‘informar’ es ‘enterar o dar noticia de algo’. Educación, formación, información, transmisión del conocimiento, transferencia de la cultura, estudio, y el endiablado término ‘competencia’, hoy imprescindible a pesar de la obviedad de que un individuo puede ser perfectamente competente a la vez que indiscutiblemente ignorante. Podría uno especular sin descanso acerca de la cuestión que nos ocupa. Preferimos anotar al vuelo algunas convicciones fruto de nuestra experiencia en la empresa privada y de nuestra condición de catedrático de universidad con muchos años de docencia en distintas instituciones.

Con suma frecuencia, la mejor transformación es no querer transformarlo todo siempre. Ningún cambio es positivo por el mero hecho de serlo. Durante siglos, la universidad imponía tendencias de mercado, alentaba búsquedas, imponía objetivos: va ahora a remolque del mercado; es el mercado. No hagamos lo que intuimos que quiere el estudiante que hagamos porque muchas veces el estudiante no sabe en realidad qué quiere realmente hacer. Invitémosle a confiar en nuestro plan de ruta en vez de querer seguir el suyo (el cliente no siempre tiene la razón), que tal vez es tornadizo, o es improvisado, o es endeble o, simple y llanamente, no es.

Si la universidad pierde de vista el magisterio del profesor sobre el estudiante, pierde su esencia. Exijámosle solidez y rendimiento al docente para después exigirle rendimiento y solidez al estudiante. Pero exijamos, no concedamos. Sin exigencia académica solo existe un erial decorado con jerga pedagógica e ingeniería académica. Autocrítica institucional y defensa de la cultura del esfuerzo y de la responsabilidad. La cultura de la queja y de la comodidad solo debilitan. La mayor parte de las variables que determinan el liderazgo no están nunca bajo el control de la institución. Dependen de vocaciones genéricas o de encrucijadas vitales. Y todo liderazgo, como toda lata de Coca-Cola, líder del mercado, tiene fecha de caducidad.

La universidad no debe vender liderazgos que no puede asegurar, sino formación y actitudes con afán de perdurabilidad. En una era de la información ilimitada, instantánea y global, la educación debe formar más que informar, dar cuenta de la buena práctica profesional, enseñar a justificar las decisiones y a trazar estrategias, enaltecer las virtudes de lo inútil beneficioso, esto es, cultivar una cultura transversal que mejora al ciudadano y perfecciona al profesional. Parece probable que a estas alturas de la vida del ser humano quiera la utopía que la robótica se encargue también de la enseñanza. De la formación, en cambio, deberán encargarse otros seres humanos imbuidos de humanidades para ser así capaces de transmitir la idea de que cualquier todo modifica la parte o, dicho de otro modo, que observar una imagen de Warhol o el impacto de una frase de Kafka o el sonido de Sting pueden acabar alterando una decisión empresarial, acelerando un experimento, ganando una negociación, resolviendo un conflicto.

Necesitamos ciudadanos formados para que hagan el mejor uso posible de su condición de ciudadanos informados. Una enseñanza que se asegure el protagonismo de la cultura mejora las prestaciones de la preparación profesional, las hace más sólidas porque las conecta con otras disciplinas, las hace más imaginativas, más transversales, más críticas. Sin ambages, Nussbaum escribió en The New York Times ya hace una década que “the future engineer or computer programmer can still learn skills of argument from Plato’s dialogues and gain a deeper grasp of the lives of others throught literatura and the artes”.

Toda educación de verdadero nivel debiera prescindir de la quimera de las generaciones y las fórmulas mágicas basadas en especulación y friendliness y obligarse a que el estudiante adquiera la mejor formación en su área y la mejor voluntad de relacionarla con las demás.

Javier Aparicio Maydeu

Javier Aparicio Maydeu

Delegado de Cultura de la Universidad Pompeu Fabra y Director del Máster en Edición

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